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  • septiembre 11, 2025
  • 09:06

Más que nada con la espada, a veces con la pluma y la palabra

Paso a la inmortalidad de Domingo Faustino Sarmiento
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Etiquetas: ArgentinaEducaciónEfemerideEscuelaHistoriaLiberalesSarmiento

Por Leandro Trimarco*

La Sombra y el Bronce

El estado argentino fue parido a sangre y fuego, luego de largas décadas de guerra civil donde terminaron por imponerse los intereses de Buenos Aires y sus aliados extranjeros, fundamentalmente capitales ingleses. Esa etapa de formación y consolidación de lo que hoy es el aparato estatal que gobierna las vidas de los argentinos se dio de manera gradual con la caída de Rosas, a medida que los sucesivos próceres liberales fueron consolidando logros de su gestión. Mitre, Avellaneda, Roca, Sarmiento, fueron los arquitectos de un orden liberal y un estado fuerte en la segunda mitad del siglo XIX, un estado que reprimió a las provincias e hizo la guerra al Paraguay para consolidar territorio y autoridad política, que expandió la frontera ganadera a base de destruir comunidades indígenas, y que se endeudó para financiar los ferrocarriles a precio vil para luego darle vida al modelo agroexportador.

Esta gesta sangrienta que arrasó la autonomía de las provincias y los pueblos originarios, fue llevada adelante con una inquebrantable convicción civilizadora: la idea de que este orden liberal, simil a las potencias europeas, era el mejor de los mundos posibles a los que podíamos aspirar. Por eso se llevó a cabo con tanta soberbia y diligencia, siendo la población argentina misma un obstáculo para este fin. Así como señalaba Juan Bautista Alberdi en sus “Bases para la organización nacional”, para el  credo liberal gobernar significaba poblar.

Claro que el país ya estaba poblado y sus habitantes no se sometían al ritmo y las condiciones de trabajo que estos liberales exigían. El choque entre estas visiones del mundo fue sumamente violento pero se apoyó también en dos grandes esperanzas para construir una nación: la inmigración europea que vendría a mejorar la sangre del país con su industria, su ciencia y (aunque no lo reconocieran) su piel blanca, y la educación, aquel motor que podía convertir a los gauchos ociosos en laboriosos trabajadores ingleses.

Esa fue durante algún tiempo la gran misión de Sarmiento: conformar un sistema educativo desde la nada misma para enseñar a leer y a escribir a una población mayoritariamente analfabeta, que luego sería la base para enseñarle los oficios de la industria.

Por su puesto, las esperanzas de Sarmiento se vieron frustradas, aunque no por quienes pensaba. Los gauchos, negros, mulatos, mujeres, originarios que entraban a la escuela salían de allí con la palabra hablada y la escrita, la matemática, el derecho, la ciencia bajo el brazo. La escuela de Sarmiento fue mucho más efectiva de lo que él mismo esperaba y demostró que aquellos habitantes a los que tanto despreció el liberalismo argentino eran más que capaces de hacer lo que un hijo de Europa.

Esa escuela sembró profesionales, maestros, industriales, químicos, periodistas, militares, operarios; permitió la posibilidad de una mejora real en la vida de una parte de la población y separó por varias décadas a la Argentina del destino de desigualdad y atraso que caracterizó a América Latina.

Son tan largas las listas de crímenes y violencias de Sarmiento, el real, no el del himno, e igual de largos sus triunfos en favor de su país. Por ello no hay consenso sobre él, pues fue el mismo hombre que fundó una escuela que nos hizo grandes el que decía que había que regar la pampa con sangre de indio.

Sin embargo, el prócer de la escuela no vivió toda su vida con esta misma idea: la traición no vino como dijimos, de los habitantes de América del Sur, sino de sus élites. Luego de su presidencia, y hacia el final de su vida, Sarmiento observó con sus propios ojos cómo una élite grotesca y brutal expandía su poder por todo el país. mientras ellos se enriquecían de la venta de los productos de la tierra acaparando todo el territorio, no demostraron más interés nacional que vestir ocasionalmente una escarapela. No invertían, no aportaban al estado y si tenían que poner dinero era para que el gobierno les devolviera luego el doble.

Decía Sarmiento de esta casta de hacendados latifundistas en 1886:

““Hace 20 años valía más una libra de manteca que una vaca con ternero. Esa es la síntesis de nuestro espíritu industrial, ésa es nuestra desidia y la índole de nuestra actividad nacional. Decidles a los ganaderos que votaremos una ley garantizando con 6% todo capital que se dedique a duplicar el valor de sus productos. La recibirán llenos de júbilo; pero decidles que esta duplicación se hará sobre un costo aleatorio que subiría en los peores casos a tres cobres por cabeza vacuna y a medio por cada cabeza lanar, y os harán los argumentos contra el ferrocarril, contra el monte y el cercado. Prefieren ir a pie a la loma del diablo que pagar 8 centavos por andar en coche cuatro leguas. Ahora están en ese afán. No quieren saber nada de derechos, de impuestos a la hacienda. Quieren que el gobierno, quieren que nosotros que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarles o triplicarles su fortuna a los Anchorena, a los Unzué, a los Pereyra, a los Luros, a los Duggan, a los Cano, a  los Leloir,  a los Pelero y a todos los millonarios que pasan su vida mirando cómo paren las vacas. En este estado está la cuestión, y como resulta que las cámaras están también formadas por ganaderos, veremos mañana la canción de siempre, el payar de la guitarra a la sombra del ombú de la pampa y a la puerta del rancho de paja.”

Han pasado más de cien años y la situación sigue igual: los liberales ven con ojos atónitos como esa casta de burgueses que supuestamente genera trabajo e industria no se dedica a otra cosa más que a reclamarle al estado que los haga más ricos. Tengan vacas o autopistas.

 

La Escuela que sembró Sarmiento

El sistema educativo nacido con la presidencia de Sarmiento era jerárquico, profundamente racista y basado en prejuicios, y sin embargo tremendamente efectivo. Se valió de un esquema de docentes que se egresaron de la secundaria y reforzaban con su trabajo nuevos colegios, expandiéndose por todo el territorio nacional. Esa escuela tenía como objetivo claro dos cosas: formar ciudadanos nacionales, respetuosos de sus símbolos y con conciencia de pertenecer a una nación; y enseñar contenidos básicos indispensables: lengua, matemática, ciencia, derecho. A todos los alumnos les aplicaba el mismo criterio de evaluación. Por eso algunos eran exitosos y triunfaron dentro del sistema, mientras que otros que aprendían de maneras diferentes eran castigados por el sistema.

Esa educación competitiva, normalista, higienista, fuertemente nacionalista dio lugar al mito del ascenso social, ya que les permitía a los alumnos exitosos aspirar a mejores trabajos y vivir mejor que sus padres. Por supuesto esto sólo era para una parte de la población que construyó una memoria histórica sobre la escuela muy positiva en las clases medias. Por su parte, el resto de los sectores medio bajos y bajos siguió experimentando las mismas desigualdades que la escuela no podía corregir, porque no eran desigualdad en la capacidad o en la educación, sino desigualdades en las relaciones de poder y la economía.

Pero el mito siguió ahí y se volvió parte del imaginario no sólo de la clase media, sino de toda la población argentina. La escuela, la de Sarmiento, era una vía para mejorar la vida, para vivir un poco mejor. Y aunque el trasfondo de desigualdad es inapelable, también es cierto que la educación, incluso si no genera mejores ingresos o una mejor posición social, es igualmente saludable para todas las personas.

Décadas después de la muerte de Sarmiento, cuando Argentina comenzó el proceso de industrialización que él no pudo ver porque las élites argentinas vivían en la pereza y la gula, esa base educativa en la población dio lugar al florecimiento de la ciencia y la apertura de las universidades, que posteriormente dejó surgir una de las manos de obra más capacitadas para la industria y a la ciencia de toda la Latinoaméricana. La larga sombra de Sarmiento se extendía así hasta bien entrado el siglo veinte: las escuelas que se habían sembrado en todo el país cien años antes, florecían ahora en un pueblo instruido y capaz. La victoria era total. Argentina, en este lapso de tiempo, pasó de ser un país semianalfabeto y rural, a tener industria farmacéutica, siderurgia, metalurgia, medicina avanzada, energía, industria naval, computación.

El quiebre, sin embargo, vino de la mano de las propias élites. En la década del 70’, el proceso virtuoso iniciado por Sarmiento, de un sistema educativo con muchos problemas, pero con grandes resultados llega a su fin. La crisis permanente del estado que abre la Dictadura Militar deja un país quebrado, incapaz de poner límites a las ambiciones del gran capital, y además deja una escuela completamente quebrada.

 

La larga agonía de la escuela sarmientina

Terminada la dictadura quedó un estado que ya nunca más volvió a pagar sueldos docentes dignos, y que no tuvo el presupuesto para mantener la mampostería de las escuelas. Sólo los años kirchneristas subsanaron hasta cierto punto el daño hecho a la escuela. El resto de los gobiernos sólo vio docentes en huelga con cada vez menos formación, cada vez menos respetados, hasta agredidos por la sociedad, y una escuela como institución que dejó de lado sus objetivos académicos por tener que hacer frente a severas problemáticas sociales. La pedagogía inclusiva ha mejorado la vida de muchos alumnos maltratados por el sistema, pero ha delegado toda la responsabilidad en el docente sin brindarle las herramientas para hacer frente a semejante trabajo.

Con todas sus objeciones, ciertas y necesarias, la escuela sarmientina enseñaba mientras que la escuela hoy apenas contiene a los alumnos ante un mundo que no ofrece mucho futuro. Es cierto que Sarmiento era racista, elitista, un fan de teorías liberales que lo desencantan al final de su vida, violento, verborrágico, menos democrático que Juan Manuel de Rosas y más cerrado que libertario porteño. Pero había algo que hacía bien. Algo en lo que era excelente por encima de todo el mundo: enseñar. Con la espada fue torpe y bruto, con la pluma era incomparable, pero con la palabra pasó a la historia como Sarmiento.

Si lo mejor que puede dar la escuela hoy es un espacio de contención, debe poder reconciliarse con el pasado Sarmientino y darle a la educación nuevamente un carácter útil para quienes transitan por ella. Los desafíos son enormes ciertamente. Pero en 1860 ni escuelas había y un riojano insoportable pudo hacer frente al problema. Nosotros deberíamos poder también.

*Profesor de Historia por la Universidad de Morón

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